”REFLEJOS RAPTADOS”

Reflejo raptado I - Por recuerdos infantiles (195 x 195 cms)

Reflejo raptado II - Con humedad vigilada (195 x 195 cms)

Reflejo raptado III - Doméstico y casi 4 (195 x 325 cms)

Reflejo raptado IV - Cuando pintaban bastos (180 x 180 cms)

Reflejo raptado VI - Asomándose a un encuentro (195 x 195 cms)

Reflejo raptado VIII - Mientras memoriza (116 x 89 cms)

Reflejo raptado IX - Vacío (116 x 89 cms)

Reflejo raptado X - De límites violados (195 x 325 cms)

Reflejo raptado XIII - Con 4 puntos de ajuste (116 x 89 cms)

Reflejo raptado XIV - Desvinculándose (116 x 89 cms)

Reflejo raptado XV - Para ser solemne (195 x 195 cms)

Reflejo raptado XVII - Sobre un tricornio incompleto (195 x 195 cms)

Reflejo raptado XXIV - Expectante (146 x 114 cms)

Explicación “A”
 
“Que parezca un accidente”. El Padrino era yo. También era yo el sicario encargado de liquidar aquel tipo. Blanco, se llamaba. Sin levantar sospechas. No soy muy locuaz, evité hacerme incómodas preguntas. Sólo una: “¿Como quiera?” “Sí, pero ni media pista”. Nada de vaporosos fondos, ya me los sé. Me identificarían. Tampoco una ráfaga de ágiles pinceladas. Mandé al otro barrio a docenas de lienzos con esa técnica. Lo de atacar el cuadro disparándole a bocajarro cualquier iconografía también me delataba. Decidí cortar por lo sano. Encubriré el crimen con otro crimen. Se trataba de pintar un fondo, sin que se note. Y es lo que hice. Arranqué otras telas y las pegué encima. Eran estampadas. O a rayas, me da igual. En cualquier caso, estaban pintadas. Ya tenía fondo. Y aquel pringado, el Blanco del lienzo, sepultado. No había ni cadáver. Crimen perfecto.
 
Explicación “B”
 
Mediados de los 80, Madrid, casa de mi abuela y sus cuñadas, todas entrañables y todas viudas o solteras -aunque no en edad de merecer-, mas el personal de servicio, que estaba también pa los leones, y el arriba firmante, que por aquellos años acababa Bellas Artes. Salvo alguna gloriosa incorporación que rebajó notablemente la media de edad del cuerpo doméstico (y de la población inquilina en general), yo era el único habitante en aquellos 500 metros cuadrados que no tomaba pastillitas para desayunar ni leía el ABC, que era como su Guía del Ocio, con tantas esquelas y sus consiguientes planes. También era el único que se afeitaba, carecía de pensión por el concepto que fuese y no llevaba ni bolso, ni luto ni rosario. Aun así la convivencia era armónica, porque ellas eran una Santas y un servidor estaba todo el día pintando en el trastero, que era mi estudio, y además tengo buenos modales en la mesa, todo hay que decirlo.
Un buen día, mientras me fumaba un pitillo buscando inspiración entre los recovecos de los interminables y penumbrosos pasillos, o tras los cortinajes que camuflaban el altar –no escamoteable- donde celebraban la Misa del Gallo y demás eventos tipo funeral o similar, me llamó la atención un objeto que brillaba con tediosa solemnidad sobre un reclinatorio arrumbiado en un rincón. Como soy cotilla por naturaleza, pero sobre todo porque estaba aburridísimo aquella mañana, aprovechándome de la sordera de unas, del no muy vertiginoso ritmo de desplazamiento de otras, y de la ausencia por eucaristía del resto del personal, trinqué el misterioso y fulgurante objeto, lo introduje bajo la camisa y con aquello escondido me encaminé disimuladamente a mi estudio, justo en la otra punta de la casa.
Una vez allí, a salvo de miradas indiscretas, descubrí que el botín que tenía entre mis manos era un crucifijo. Estaba pegado a un paspartú de alopécico terciopelo, y yacía encapsulado bajo un abombado cristal de forma ovalada. El conjunto no podía ser más espantoso, pero eso sí, sumergible. Jamás comprobé este último extremo lanzándolo al fondo de la bañera, pero deduje que era esa la intención del piadoso diseñador: Hacerlo resistente a los embates de cualquier tipo de situación meteorológica, incluidos los maremotos madrileños.
Sucumbí a la tentación y lo pinté. No una, sino veintitantas veces. Hice una serie entera de cuadros de casi 2 metros por 2 a los que bauticé como “Crucifijo sumergible”, y cada uno con su consecutiva numeración y apostilla: “…en interior estampado”, “…quemado de luz”, “…pero destiñe”, etc, etc, etc.
Total, que concluyo, y llego adonde tenía que llegar: La explicación de la iconografía de las pinturas aquí reproducidas. Pues resulta que casi todos ellos tenían en común, aparte del crucifijo más o menos interpretado, una especie de ameba, generalmente en tonos claros, que sintetizaba esquemáticamente el reflejo que la luz creaba al incidir sobre el biselado canto de aquel cristal ovalado y protector (aunque nunca verifiqué si a prueba de aguas).
En la siguiente serie de cuadros que pinté (la que comento en éstas líneas), el protagonista era aquel reflejo “raptado” a los cuadros precedentes, pero ahora sin crucifijo, sin paspartú, sin cristal y sin sunamis, aunque siempre superpuesto a una tela de colchón, o “toile de jouy”, o damasquinada, o lo que pillara por allí o por los containers.
Y esta es la explicación, tan razonable como cualquier otra. El caso es pintar.