”TEXTOS MIOS”
Publicado en el catálogo de la exposición "Barnices", Galería Astarté, Madrid, 2001 »
LAS OLAS NO TIENEN CARA
 
RAFAEL SATRÚSTEGUI
 
De camino al colegio, pasamos siempre frente a una tienda de fritos y golosinas. Cartagena es una calle estrecha, y el semóforo casi todos los días nos detiene el automovil con un margen de acierto suficiente como para que durante unos segundos el escaparate quede prácticamente a la altura de nuestro costado derecho. Las patatas fritas se agolpan contra el cristal. Alcanzan una cota de casi metro y medio sobre el nivel de la acera. El fondo no se distingue, pero lo suponemos de una magnitud capaz de empacharnos durante todo un siglo.
Miguel, encaramado en los dos, luego en los tres, y ahora en los cuatro peld-años de su vertiginosa existencia, contempla con voracidad el tentador espectáculo de ese mundo amarillo y quebradizo. Se bañaría en él, se haría unos largos, se ahogaría entre crujidos salados... ¡o nó!: Un día descubrimos que la imponente marea de patatas fritas ocupa apenas un palmo de grosor. No es poco, pero no es lo mismo. Nadie puede sumergirse en una piscinilla en la que, a lo sumo, lograría meter el pie, como para catar la temperetura o la salinidad del estrecho mar de patatas fritas.
Otro día, no sé si borracho de Cola-Cao, Miguel aseguró:
- Las estatuas se mueven - Yo miré a la estatua del Marqués de Salamanca , por si el alcalde, presa de un ataque de ornamentación deconstructivista,hubiera decidido apearlo de su pedestal. Pero allí seguía, impávido, con sus pupilas oradadas en bronce oteando hacia Serrano y Castellana. Ni un pestañeo. Miguel, en poco tiempo, había elevado a las estatuas de la categoría de "escuraltas" a la de seres cinéticos, y eso sin saber siquiera de la existencia de Calder. Para él se movían, y punto.
No me sorprendió gran cosa, porque en algunos de nuestros viajes urbanos había amenazado con "asustar a la plaza de Colón”, lo que no deja de ser una justificada venganza ojo por ojo, susto por susto, contra las delicadas "escuraltas" allí plantificadas. A mi hiio, con menos de tres años, no le gustaba Vaquero Turcios. Puede que fuera en dicha plaza, o quizás durante esos trayectos a la guardería en los que se dedica a contemplar el broncilíneo baile de las estatuas y los pacíficos océanos de patatas fritas, el caso es que en cierta ocasión comentó de repente:
- Las olas no tienen cara - Una plaga de automóviles. Un horizonte de cemento. Un escenario gris de asfalto, acero y hormigón, y tú me dices, tal cual, a las nueve y cuarto de la mañana que las olas no tienen cara. Como es natural, paré el coche, saqué un papelucho de la cartera y sorbiéndome las babas apunté su advertencia.
Pero cuando el pasado diez de febrero afirmó: - Tengo en la boca el viento - así, con esa mayestótica indolencia, yo solo pude callarme con humildad y aceptar que los niños son poetas, entre otras cosas, porque sus padres somos idiotas babeantes sí, pero ellos no dejan de ser poetas al fín y al cabo. O locos. O visionarios. En efecto: los tabiques de patatas fritas son mares amarillos, las estatuas de bronce se mueven como Pinochos inyectados de vida y las olas de Ondarreta, en algún momento de su viaje suicida hacia la arena, han perdido su rostro de espuma no muy blanca.
¿Por qué no asumirlo?. ¿No me paso todo el día extendiendo pigmentos en una superficie convencido de que aquello es una "Mujer que se toca un pie” o le sospecho a un pedazo de tela embadurnada una actitud "Reverente"?.
Si digo siempre que se pinta como quien tiene una joroba, sin remedio, sin pedir perdón, me gusta pensar que en la cordura infantil de mi hijo, aunque probablemente no hay un entendimiento de esta casi terapia ocupacional que es la pintura, si existe al menos una rima con su lógica fantasiosa pero aplastante, inexplicable pero evidentísima, enmascarada pero contundente que rige su percepción del mundo, y que es semejante a aquella con la que corrijo a mi antojo y conveniencia esa misma realidad que todos compartimos, y que luego él en su experiencia vive como tangible y yo, en la soledad de mi taller pretendo atrapar en cada cuadro.
Lo único que sé, es que todos los días, cuando regreso de dejar a mi hijo en el colegio, meto la llave en la cerradura del estudio, y, automáticamente, silbo.
 
Publicado en El Diario Vasco, en memoria del galerista Gonzalo Sanchez, fallecido en 2007 »
EL OASIS
 
Una puerta estrecha coronada por un nº 16, una empinada escalera que desciende precipitadamente, y, casi bajo ella, un hombre grande y con bigote. Su mesa, en el rincón, interrumpe timidamente el suelo gris cálido de la sala, y la voz del hombre grande y con bigote retumba solitaria entre los cuadros que cuelgan de las paredes. El visitante contempla la exposición.
Cuando el único sonido que oye es el de sus propias pisadas sobre el entarimado, se acerca al rincón. El hombre grande y con bigote acaba de colgar el teléfono, y responde a su saludo. El visitante lleva bajo el brazo un espantoso álbum de fotos de los que regalan como promoción en las tiendas de revelado.Hablan. Le cuenta que es pintor, que tiene veintipocos años y un recién iniciado curriculum como artista. El hombre grande y con bigote escucha, y luego charla tan cordial como abundantemente mientras pasa las páginas del dossier.
En realidad no es un galerista donostiarra : es un marciano aterrizado en San Sebastián. Los marcianos no son siempre hombrecillos verdes y con antenas. A veces son grandes, con bigote y tienen una charla inteligente, extensa y decidida. Este tipo de marcianos acostumbra a nacer en Alicante, estudia psicología y se asoma al mundo del arte a través de una galería de grabados madrileña. Luego de repente se van a un desierto, y montan un oasis. Por ese oasis desfilan, cansados del consabido paisaje de La Concha, los amantes del arte del casi desértico panorama artístico donostiarra. En torno al oasis el marciano va tejiendo una red de proyectos y realidades en la que implica a instituciones y particulares, y un buen día se inventa Arte- Leku, en pleno desierto.
Los marcianos grandes y con bigote no figuran oficialmente como hacedores de oasis, ni como revitalizadores de la vida cultural, aunque sean consejeros, impulsores y amigos de pintores consagrados o por consagrar, báculos de profesionales del mundillo del arte, resucitadores de artistas “malditos”, o instigadores de centros de vanguardia.
Lo malo de los marcianos grandes y con bigote es que no abundan. De hecho yo sólo he conocido a uno en veintitantos años de profesión. Se llamaba Gonzalo Sanchez, y no pude ni decirle adiós ni darle las gracias.